La educación emocional no es un taller
- Felipe Arancibia
- 10 jun
- 3 Min. de lectura

Según el informe Gen-AI: Artificial Intelligence and the Future of Work del Fondo Monetario Internacional (2024), “el 40% de los puestos de trabajo de todo el mundo se verán afectados por la inteligencia artificial. En las economías avanzadas, esta cifra se eleva al 60%, y alrededor de la mitad de estos empleos sufrirán un impacto negativo”.
Si concebimos el sistema educativo como una cadena que permite el ingreso calificado al mundo del trabajo —es decir, los colegios preparan para la universidad y la universidad para el trabajo—, será inevitable una transformación masiva, porque lo que hoy se enseña dejará de tener pertinencia en muchas áreas.
¿Para qué ir al colegio entonces, si lo que se enseña ya no será necesario?
Aunque lo hemos intentado por décadas, seguimos educando como si los cerebros de los estudiantes estuviesen vacíos y los docentes fueran los expertos encargados de llenarlos con contenidos. Los intentos por posicionar al profesor como un mediador entre el conocimiento externo y el saber del estudiante siguen siendo un sueño en muchos contextos.
Cambiando paradigmas educativos
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Ahora que cualquiera puede fotografiar un problema aritmético y obtener el resultado, o identificar una flor y saber su especie, aquello que antes parecía esencial pierde sentido. El profesor ya no es la fuente principal del conocimiento: lo es la inteligencia artificial, que llevamos en los bolsillos de nuestros pantalones.
Se repite nuevamente la pregunta anterior: ¿para qué ir al colegio si planteado el sistema educativo como hasta ahora, ya no tiene sentido?
Todo proceso mecánico realizado por el ser humano será eventualmente reemplazado por una máquina. Sin embargo, las máquinas, difícilmente, podrán sentir, conmoverse o responder empáticamente ante la tristeza o la rabia sin dañar a otros. Difícilmente podrán dialogar con afecto, resolver un conflicto interpersonal o motivar a un grupo desde la conexión emocional.
Lo que debemos educar entonces son las emociones, la manera en que nos vinculamos y resolvemos los problemas de manera asertiva, en resumen, las capacidades humanas no automatizables.
Si actualmente la formación en valores o la ética son parientes pobres de todo lo que se trabaja en las instituciones educativas, hoy, deben ser el centro.
Ya no basta con un par de talleres al año, una salida de curso para fomentar la cohesión o un discurso motivador semanal del profesor responsable. Necesitamos que el corazón del trabajo escolar sea aprender a ser humanos. Algo tan simple, pero a la vez tan complejo.
Simple, porque es lo que somos: seres humanos. Es como pensar que un peluquero experto aprenda a ser peluquero experto. Es algo que ya es. Sin embargo, nuestras emociones y la manera de vivenciarlas se adaptan en un proceso complejo durante todo el ciclo vital. En tanto mamíferos, comenzamos a aprender a vivir en el medio, en el primer nicho ecológico que son nuestras familias. Pero luego continuamos una socialización más compleja en un vínculo masivo con otras personas que encontramos en los colegios.
Muchos podrían pensar: “Está bien, hagámoslo”. Pero surge una nueva pregunta: ¿nuestros adultos educadores han aprendido ellos mismos a gestionar sus emociones, a trabajar en equipo, a ser asertivos, etc.? En mi experiencia en colegios e instituciones no formales en varios países de América Latina, mi respuesta es que aún tenemos un gran desafío por delante.
Sumado a lo anterior, son muchos los datos que existen hoy sobre salud mental en docentes. Muchos sufren ansiedad y depresión. Otros dejan la carrera profesional antes de los cinco años de ejercicio, precisamente porque se sienten sobrepasados en este contexto.
Urge entonces una mirada decidida desde la política pública. Es imprescindible formar a los nuevos docentes con esta perspectiva y modificar, con urgencia, el currículum escolar para que la educación socioemocional ocupe un lugar central.
Seremos desplazados laboralmente por las máquinas. El único bastión que nos queda es abrazar nuestra humanidad. Si no lo hacemos, en unas pocas generaciones nuestros jóvenes se sentirán más cómodos hablando con un robot que con un compañero que no sabe pedir por favor y que resuelve todo con llanto o violencia.
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